¿Derrocar el capitalismo?
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“Creo firmemente que el capitalismo no es la mejor manera de resolver nuestros problemas en la sociedad”, dijo el Presidente Boric durante una entrevista a la BBC, cuando concluía su reciente gira a la Unión Europea para atraer inversiones hacia Chile.
En un viaje donde no faltaron momentos polémicos (como su homenaje al juez Baltasar Garzón) y hasta incomprensibles (como su defensa de los hasta hace poco denostados “30 años”), esa frase del mandatario encapsula de cierto modo una desafortunada tendencia a entregar mensajes confusos, incluso contradictorios, que dificultan comprender qué es lo que realmente piensa, y por ende, minan su credibilidad.
Ejemplos de lo anterior abundan en declaraciones anteriores sobre los retiros previsionales, la violencia durante el 18-O, la aprobación del TPP-11, los indultos presidenciales, los estados de excepción en La Araucanía o el rol de la empresa privada -por nombrar algunos ejemplos-, al punto de haberse convertido en una suerte de “sello” en lo que va de su gobierno.
Resulta difícil distinguir aquello que interpreta las verdaderas convicciones del Presidente de lo que refleja más bien un ejercicio retórico -y estrictamente instrumental- por sintonizar con su audiencia. Desde luego, aunque sin duda imperfecto, no existe alternativa conocida al capitalismo en su capacidad de generar riqueza, reducir pobreza y crear oportunidades en todas las sociedades que lo han adoptado. Incluso China, nominalmente un país marxista, es en la práctica una economía con capitalismo de Estado (aunque con un sistema de gobierno comunista que concentra el poder en una elite política no sujeta a elecciones democráticas). Sólo así se ha convertido en la segunda economía del mundo.
Al confesar que “una parte” de él desea derrocar al capitalismo, el Presidente no sólo despierta dudas respecto de su cabal comprensión de la realidad económica mundial -y chilena, por cierto-, sino del sentido de la agenda reformista que busca impulsar su administración, de por sí cuestionada tanto por su idoneidad como por su viabilidad política.
Como sea, una señal poco alentadora para una economía que necesita con urgencia volver a crecer y para un país que busca atraer inversiones e inspirar confianza.